miércoles, 26 de marzo de 2014

El gigante

Le dolía la cabeza ya de tanto pensar. No podía creer su mala suerte, su tortura a esas alturas donde el único contacto con el resto de las personas eran sus pies desnudos. Para colmo cargaba con los defectos de todo humano. Sufría de insomnio, tenía frío y claro, lloraba ante el dolor y se agitaba si corría mucho. Pero nada de eso cambiaba su condición de gigante. Si pensaba en subir a una montaña para poder verlo más claro, se golpearía la cabeza contra el cielo y temía que eso pudiera doler. Lo triste es que el cielo no hablaba y él seguía sin animarse a tocar las nubes. Sin nadie a quien poder depositarle las locuras y las dudas de la vida, qué difícil se hacía el poder estar tranquilo, el sentirse libre.
   Comió como come un pajarito apurado en pleno viaje, lo suficiente para tener la panza llena pero no estar pesado. Y así caminó por el parque con sus pies pisando cada árbol y cada sendero hecho por años de personas que caminaron por ahí. Hacía mucho tiempo que cocinaba en su cabeza el mismo temor y cuando por fin lo reconoció, largó las primeras lágrimas. Primero fueron dos gotas las que cayeron al suelo y después solo fue sequía. No podía llorar desde allá arriba, desde su altura inmensa. Pero miró al cielo y todo se empezó a nublar, el olor a la lluvia golpeaba su nariz, cada poro de su cuerpo se cerró ante la humedad inminente y junto con la lluvia vino su llanto que quiso pasar desapercibido.
   ¿Cuánto temor y cuántas dudas caben en la cabeza de una persona de estatura normal? ¿Y si esa cabeza es la de un gigante? Las lágrimas no frenaron. Era una canilla mal cerrada, era el flujo del arroyo que bajaba desde lo más alto, era la bronca de la realidad y el futuro placer de sentirse vivo.
   Hizo un pisotón cual nene caprichoso. Nadie quiere enfrentar la verdad de la tristeza, lo crudo de lo real, el tener que agachar la cabeza ante uno mismo.
   Los pájaros ya no pasaban a la altura de su cabeza, no se pinchaba los pies con los pararrayos de los techos de la casa, las nubes no se mezclaban entre su flequillo. Por eso cerró los ojos y por eso los volvió a abrir. Agitó la cabeza queriendo dispersar la nebulosa de sus pensamientos. Y ya no lloró más ni tampoco lo hizo el cielo que dejó paso al Sol más brillante del año preparando sus rayos para chocar en la superficie de la tierra igual que lo iba a hacer en la cabeza del gigante pero ahora a miles de metros partiendo desde el cielo, con sus pies pequeños pisando el colchón verde del pasto. ¿Cuánto debe elevarse uno y cuántas veces se puede golpear al cielo para oír las respuestas de preguntas internas que no tienen dichas respuestas?
   Si era necesario, la próxima vez rompería las nubes a cabezazos, pisaría cuanto hiciera falta y provocaría llantos del cielo. Total las alturas solo provocan mareos, agites de pensamientos, realidades dentro de las realidades de ser lo que somos y secar la felicidad de las lágrimas, abrazarnos a nosotros mismos, volver a creernos grandes y por fin poder llegar a ser gigantes.
 

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